El olor de la arena húmeda impregnaba mi nariz, el sonido del agua me abstraía del caótico mundo en que solía vivir. La arena rozaba con suavidad las plantas de mis pies y los rayos del sol bronceaban tiernamente mi cuerpo.

Cerré los ojos y me dejé envolver por un ambiente de paz, de soledad, nostalgia y a su vez de felicidad extrema.

Las aves me miraban atolondradas desde lo alto de las grises rocas. Toda la playa para mí, los granos de arena blanca dibujaban una escena perfecta junto al mar en movimiento que perfectamente podían haber sido sujeto de pintura por un artista italiano inspirado por la profundidad de las olas; por la soledad de mi ser en calma o por la pureza de la arena que envolvía mi alrededor.

Una toalla roja, un pareo, un gorro de paja, una pequeña libreta, un bolígrafo y yo frente a la inmensidad de la naturaleza, frente a la verdad del sino, frente al todo y a la vez a la nada.

El sol comenzó a caer a lo lejos, se sumergía entre un mar azulado, parecía que las olas lo guardasen entre sus brazos. El cielo estaba rojo, y el mar teñido de barro, mis párpados permanecían perplejos ante tan hermoso espectáculo.